Perseguido y traicionado inicuamente, hasta la misma cruz, imploró a
su Padre celestial, con gran voz, el perdón para los bárbaros que lo habían
crucificado. El, que había ordenado a Pedro que envainara su espada, y que no
derramó jamás la sangre de nadie, quiso derramar toda su sangre divina, y su
vida, por los hombres, sin distinción de judío o griego, romano o bárbaro [cf
Col 3,11; Gál 3,28; Rom 10,12]: ¡Verdadero rey de paz: ¡Dios, Padre, Redentor
de todos!
Quiso
morir con los brazos abiertos, suspendido entre el cielo y la tierra, llamando
a todos ángeles y hombres a su Corazón abierto, traspasado: anhelando
abrazar y salvar en ese Corazón divino a todos, a todos, a todos: ¡Dios, Padre,
Redentor de todo y de todos!
Jesús no hizo construir para sí un mausoleo,
como los antiguos reyes; pero por todas partes se ven casas consagradas a su
memoria, en las grandes ciudades como en los pueblos pequeños. Y aún en lugares
despoblados, entre las nieves eternas, se levantan ermitas humildes refugios muy parecidos a la gruta
de Belén con una cruz que evoca la obra
de amor y de inmolación de Nuestro Señor Jesucristo; ¡esa cruz habla a los
corazones del evangelio, de la paz, de la misericordia de Dios por los
hombres!... No fueron los milagros ni su resurrección los que me conquistaron,
sino su Caridad: ¡esa caridad que venció al mundo!
Don Orione